lunes, 29 de diciembre de 2014

La duda me abate. Languidece la llama

La duda me abate. Languidece la llama. Se apagan mis esperanzas. Ni una palabra. Desde que he sentido su presencia no hemos compartido palabras. Siento su tacto y sé que no está aquí. Cierro los ojos. Me ciño a él. Ha desaparecido. Abatida acepto la certeza de su ausencia. La ingenuidad de un anhelo da paso al golpe certero de realidad. No ha venido. No sabe dónde estoy. Sólo el recuerdo ha permitido su presencia. Las cenizas lo devuelven detrás de los cristales camino de su huida. He vivido este momento y para mí es más real que el pasado. No me he despedido, pero lo he vuelto a sentir. Me consuelo pensando que los caminos pueden traerlo de nuevo a mí. Me reconforto con la inútil esperanza de un reencuentro inverosímil, ilusorio, imposible, deleitándome en la utopía del momento que retornará. Las sendas se volverán a cruzar y yo estaré esperando.

Todavía no me hacía a la idea. ¡Me iba a quedar ciega! Bueno, eso era exagerar, me podía quedar ciega si no me operaba. Esa enfermedad silenciosa que se había adueñado de mis ojos avanzaba inexorablemente oprimiendo el nervio óptico, o eso era lo que me habían dicho. Acababa de salir del hospital y no tenía ganas de encerrarme en casa. No tenía valor para disimular mi angustia con los míos y no quería que se preocuparan más de lo que ya lo hacía yo. Decidí dar una vuelta por el centro. Quizás, entre la gente, se diluyera esa ansiedad que iba desde los pulmones hasta el estómago ahogando toda esperanza.

Siempre había tenido mala suerte o digamos que nunca tuve buena estrella. Tampoco era para buscar el consuelo en amuletos de falsos sanadores que prometen lo que ni ellos mismos se creen pero ese día en especial me sentí como si tuviese que pagar con una culpa que no reconocía. Mi mente se enmarañaba haciendo cábalas extrañas, rememorando falsos pecados, culpas inexistentes, daños subyacentes. Apenas era capaz de ver la cantidad de gente que se agolpaba tras las mesas expositoras de libros nuevos y de ocasión. Mis ojos vagaban entre ellos pero mi mente se negaba a leer la información que querían transmitir. Era el día del libro, 23 de abril de un año aciago, el año que me iba a quedar ciega. Aunque pensándolo bien, ese día estuve más cerca de la ceguera de lo que los médicos habían predicho.

Boom beach

Era la hora de la merienda, el timbre sonó insistentemente. Ana estaba impaciente y corrió a abrir la puerta. Allí Alfonso, sonriendo como de costumbre, esperaba con sus libros para hacer los deberes. Ana y Alfonso eran amigos desde la guardería. Al cumplir los tres años iniciaron la educación infantil en el mismo colegio. En realidad, era el único colegio que había en su localidad, el “Claudio Vázquez”. No estaban en el mismo grupo, pero eso no era ningún problema. Durante esa semana en clase les habían hablado de la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres. Ellos, quizás porque todavía eran niños, no entendían que tuviera que haber diferencias ni entre niños y niñas, ni entre hombres y mujeres. Pensaban que el resto de sus compañeros tenían las mismas obligaciones y los mismos derechos que ellos, independientemente de si eran niños o niñas. Ninguno se avergonzaba de hacer la cama o poner y quitar la mesa. Incluso decían que todos, niños y niñas, podían jugar con las mismas cosas, coches, cocinitas, pelotas o muñecas; uno de los niños dijo que él jugaba con su hermana a las muñecas, no se sentía menos niño por eso y que se lo pasaba muy bien. Cuando les hablaron de la situación en otros países y en otras épocas, se dieron cuenta que no todo era tan bonito como ellos creían.

Tenían que hacer una redacción sobre lo que pensaban acerca de la igualdad y cómo ésta había variado a lo largo del tiempo. El trabajo era para la semana siguiente. Decidieron hacerlo juntos y lo mejor era empezarlo cuanto antes; pero primero había que merendar. La madre de Ana les había preparado un gran vaso de leche con tostadas. A esa hora, los dos, estaban hambrientos y devoraron todo. La madre de Ana era ama de casa, la de Alfonso era modista. Después de merendar fueron al cuarto de Ana, decididos a realizar el trabajo aunque, realmente, no sabían por dónde empezar. En clase les habían dicho que los niños y las niñas tenían los mismos derechos y deberes, pero les insistieron en que no eran iguales:

- ¡Vaya una tontería! Pues claro que no somos iguales- decía Alfonso- yo soy más alto que tú.
-¡Y yo más ágil que tú! Los dos se enzarzaron en una pelea de las que acostumbraban, con guerra de almohadas de por medio. Para ellos todo era un juego y aprovechaban cualquier excusa para divertirse. La madre de Ana acudió rápidamente a poner orden. Ese día José, el padre, se encontraba en casa, en el sótano, enfrascado en otro de sus Descargar boom beach.


José era físico, trabajaba en el Ministerio de Educación, pero en sus ratos libres se dedicaba a inventar. Ya había expuesto algunos de sus cacharros en el Salón Internacional de Ginebra. En una ocasión hasta se llevó una mención de honor. Cuando José estaba encerrado trabajando, no permitía que hubiera ningún tipo de ruido ya que se Descargar boom beach, entonces era terrible, se ponía de muy mal humor. Hacía varias semanas que trabajaba en un aparato muy raro y bastante grande. No había dejado a nadie que lo viera, claro que, ¿quién puede impedir a unos niños curiosos hurgar en aquello que les es prohibido?

Ana y Alfonso hacía días que habían visto el armazón de la máquina, pero no sabían para qué servía. No tuvieron la oportunidad de volver a verla ya que el padre de fuente no salía del garaje mientras ellos estaban juntos.