La duda me abate. Languidece la llama. Se apagan mis esperanzas. Ni una palabra. Desde que he sentido su presencia no hemos compartido palabras. Siento su tacto y sé que no está aquí. Cierro los ojos. Me ciño a él. Ha desaparecido. Abatida acepto la certeza de su ausencia. La ingenuidad de un anhelo da paso al golpe certero de realidad. No ha venido. No sabe dónde estoy. Sólo el recuerdo ha permitido su presencia. Las cenizas lo devuelven detrás de los cristales camino de su huida. He vivido este momento y para mí es más real que el pasado. No me he despedido, pero lo he vuelto a sentir. Me consuelo pensando que los caminos pueden traerlo de nuevo a mí. Me reconforto con la inútil esperanza de un reencuentro inverosímil, ilusorio, imposible, deleitándome en la utopía del momento que retornará. Las sendas se volverán a cruzar y yo estaré esperando.
Todavía no me hacía a la idea. ¡Me iba a quedar ciega! Bueno, eso era exagerar, me podía quedar ciega si no me operaba. Esa enfermedad silenciosa que se había adueñado de mis ojos avanzaba inexorablemente oprimiendo el nervio óptico, o eso era lo que me habían dicho. Acababa de salir del hospital y no tenía ganas de encerrarme en casa. No tenía valor para disimular mi angustia con los míos y no quería que se preocuparan más de lo que ya lo hacía yo. Decidí dar una vuelta por el centro. Quizás, entre la gente, se diluyera esa ansiedad que iba desde los pulmones hasta el estómago ahogando toda esperanza.
Siempre había tenido mala suerte o digamos que nunca tuve buena estrella. Tampoco era para buscar el consuelo en amuletos de falsos sanadores que prometen lo que ni ellos mismos se creen pero ese día en especial me sentí como si tuviese que pagar con una culpa que no reconocía. Mi mente se enmarañaba haciendo cábalas extrañas, rememorando falsos pecados, culpas inexistentes, daños subyacentes. Apenas era capaz de ver la cantidad de gente que se agolpaba tras las mesas expositoras de libros nuevos y de ocasión. Mis ojos vagaban entre ellos pero mi mente se negaba a leer la información que querían transmitir. Era el día del libro, 23 de abril de un año aciago, el año que me iba a quedar ciega. Aunque pensándolo bien, ese día estuve más cerca de la ceguera de lo que los médicos habían predicho.
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